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sábado, 31 de mayo de 2014

El Psicoanálisis y la Clínica I. El Caso Lindner.



Creemos que la función de analizar casos permite descubrir las contradicciones comunes entre la práctica de los psicoanalistas y la propaganda de esa práctica. No lo señalaremos esta vez, pero el lector podrá notar que los trillados lemas de la “subjetividad”, “el caso por caso”, la “no intervención”, y las pretensiones “no directivas o reeducativas” son desmentidas todo el tiempo. 

El libro que analizaremos, “Relatos psicoanalíticos de la vida real”, fue publicado en 1955. No fue el primer libro ni el más famoso de su autor, el psicoanalista, Robert M. Lindner, quien en 1944 publicara “Rebelde sin causa”, convertido en 1955  en una prestigiosa película clásica que nadie mira.
El contexto de Lindner era los Estados Unidos durante las décadas del 30 a los 50. Un período y un lugar en donde la psiquiatría fue progresivamente dominada por el Psicoanálisis, en parte por su facilidad, su misterio, su “eficacia”, y la relativa falta de opciones. Y el Psicoanálisis lo abarcaba todo: desde enfermedades no mentales, como en el caso de la medicina psicosomática de Dunbar (que podía incluir la diabetes, las úlceras el asma y la fiebre del heno como trastornos psicológicos), o enfermedades mentales graves como la esquizofrenia, el autismo, el TOC, etc. Lindner era uno más de entre la caterva de conversos, y acaso hasta hubiese sido bueno –de no ser por el Psicoanálisis.
Lindner no era un lacaniano. Era la variante de psicoanalista americano de los años 40-50. Sus sesiones podían extenderse a 50 minutos y con una frecuencia de 4 días a la semana, tal como manda la IPA. Fuera de eso, el libro es a veces un manual de freudismo. Durante su lectura, en muchas oportunidades podíamos adivinar lo que vendría; podíamos prever la aparición de madres, padres, asesinatos, falacias y sexo que se suceden con desoladora, mecánica monotonía en los relatos de casos psicoanalíticos.
No sabemos cuánto del libro es cierto, pero sí sabemos que su Autor espera que le creamos. El Lector descubrirá por ejemplo que Lindner no duda en proseguir la terapia frente a pacientes que intentan suicidarse; persiste en curas a esquizofrénicos que tratan de matarlo; o colabora con otro en la confección de mapas de galaxias inexistentes hasta la obsesión. Y nos lo cuenta sin culpas ni remordimientos.

El libro en cuestión, “Relatos psicoanalíticos de la vida real”, de Lindner, pueden hallarlo aquí:


I. Vuelve, Andariego rojo. La historia de Mac.

Paciente: Mac es un miembro del Partido Comunista.
Diagnóstico: Impotencia y acaso depresión (y Comunismo, claro).

El plan del analista parece ser convertir a Mac a otra ideología política que no sea el comunismo. Por ejemplo, luego de pronunciarse contra la segregación, nos dice:

 “… Como ciudadano responsable sé que cuanto menos segregación haya, menos comunistas habrá”.

Todo el Partido Comunista cae bajo la mirada de Lindner, que escribía esto acaso durante el Macarthismo:

Sé que si promover la segregación llevara a servir más a sus propósitos [los de los comunistas], probablemente no vacilarían en hacerlo”.

De aquí en más vendrá la tarea de “descomunistizar” al paciente. La apelación a la autoridad no es rara:
“Adopté la actitud clínica de relativo desapego que mis años de práctica psicoanalítica me han enseñado…”

Al contarle sobre las presiones dentro del partido para tener un negro en la mesa redonda, dice al paciente:

“Creo que ustedes hacen esto con un propósito inconsciente; que se inclinan mucho por este camino porque en realidad quieren inclinarse por el otro”.

Paciente- “Creo que eso es pura lata”.

(En este punto cabe pensar en cómo debía odiar a los negros Nelson Mandela).

 “Uno de los tipos que usted analizó dejó el Partido y yo diría que el otro no va a durar mucho tampoco (…) Parece que la gente que se analiza no se queda en el Partido, o si se quedan, no se puede contar con ellos”. 

De hecho, Van Rillaer refiere en “Las ilusiones del Psicoanálisis” a Dominisque Frischer (Les analysés parlen!, 1977) quien habría realizado encuestas a sesenta analizados de París: “la mayoría de los analizados que tenían una práctica política antes de sus análisis se han visto llevados a abandonar su compromiso social tras el tratamiento”.

Y aunque el analista nos advierta que “un psicoanalista no influencia en pro o en contra de nada”, ya todos sabemos cómo terminará este caso.

Además de la arrogancia, la pretendida comprensión por experiencia o por el mero hecho de ser psicoanalistas, también está la apelación al procerato: se proponen como héroes que no cejan ante las dificultades, y que se brindan sacrificadamente a sus pacientes, como si no cobraran:

Pensé rápidamente. Mis horarios estaban completos ya. Me había prometido a mí mismo reducir mis horas en vez de aumentarlas. Si tomaba a Mac como paciente, sería para un análisis largo y tenaz. No sólo sus síntomas estaban entre los más difíciles de tratar -lo había aprendido de amarga experiencia anterior con casos de impotencia y despersonalización- sino que mostraba una rigidez de personalidad, una estructura mental intransigente, que interferiría con mis mejores esfuerzos y con sus mejores intenciones”.

Y cuando no cobran, lo tienen que decir:

Finalmente, sin que él tuviera que decírmelo, sabía que Mac no podía pagar mis honorarios, y ya la mitad de mis pacientes estaban pagando honorarios reducidos, mientras yo me aplacaba con la racionalización de que los estaba tratando porque eran casos interesantes”.

Observen lo que decíamos antes, en cuanto a la inocencia o desfachatez de Lindner, que comenta que tomó el caso para experimentar:
“¡Pero la oportunidad de analizar otro comunista más! ¡La oportunidad de poner a prueba mis ideas sobre la evolución de hombres que llegan a ser socialistas militantes!”.

El fin era experimentar y, a la primera oportunidad, convertirlo en un demócrata (como Lindner).

Decidido, a “tres o cuatro horas semanales en horarios reducidos”, nuestro Autor toma a su malvado comunista, cuya docilidad encomia:

“Parecía tener capacidad para la tarea, y al final de la primer (sic) media docena de sesiones dominaba la técnica de la libre asociación”.

Si bien llega a notar el condicionamiento, nunca profundiza en él:

“… la necesidad que tiene todo analizado de asegurarse la continua buena opinión del analista”.

Previsiblemente, todo se remonta al pasado, y al sexo; poco después de los tres años:
“De ‘Ma’, por primera vez Mac escuchó las palabras ‘malo’ y ‘desobediente’. Se aplicaban a todo lo que hacía pero especialmente a los contenidos de sus pantalones y al trozo de carne que colgaba entre sus piernas y hacía que su estómago se estremeciera con vibraciones de secreto placer cuando lo tocaba, cuando se frotaba de cierta manera contra el flanco de una vaca (?), o cuando los truenos estallaban en el cielo (?)”.

Hay momentos en que no puede disimular su encanto:
“En lo que respecta al análisis, sus estadios iniciales, ocupados por el relato de la historia superficial que ha sido esbozada, fue una verdadera luna de miel para Mac y para mí. Se recuperaron experiencias e incidentes largo tiempo olvidados…”

Había odiado violentamente a la mujer del abuelo, pero que – según un el defensivo principio: ‘si no puedes vencerlos, únete a ellos’- había adquirido y absorbido muchos de sus rasgos”.

…la mayor parte de su inquietud a lo largo de su vida provenía de una compulsión interna a buscar situaciones que pudieran ser equiparadas en su inconsciente con esa feliz situación de total sometimiento a algo o alguien en quien confiara plenamente”.

 Veamos por ejemplo este ejemplo de reeducación, que el autor llama “insights”, comunicados por el mismo paciente, que llega a convertirse en un colega o un cómplice:

“…cuando su abuela le sacó bruscamente el chupete (…) esto fue una castración simbólica (el globo de miel representando para él, por desplazamiento hacia arriba, el pene), y (…) que siempre le ponía ansioso un vago pero hasta entonces nunca comprendido temor a confiar su órgano sexual a una mujer”.

Incluso llega a interpretar la costumbre de orinar luego del acto como  a “poder examinar su órgano y asegurarse de que aún estuviera allí, intacto e ileso”.

La propaganda nunca puede faltar:

“Mac empezó a sentir agudamente, profundamente. En la primera ráfaga de regreso del sentimiento se sintió como el que ha estado ciego durante muchos años y que, por milagro, recupera la vista”.

Freud y el Milagro de la Multiplicación de...


Ya educado, el paciente comienza a hallar confirmaciones frenéticamente:

“…se observaba a sí mismo cuidadosamente y con una nueva visión de la vida cotidiana. Vio las pequeñas muestras de sus anhelos de dependencia; vio como forzaba a la gente a ponerlo en relación de dependencia hacia ellos; cómo estaba ávido de la seguridad infantil que obtenía cuando en el más pequeño asunto podía ponerse al amparo de otro”.

Sin embargo, y a pesar de estos maravillosos progresos, seguía siendo impotente.

En ocasión de soñar con la Plaza Mount Vernon, sufre un súbito desencanto con la terapia:

“Había estado hablando, hablando, hablando durante meses y estaba tan lejos de su meta como siempre, y cansado de esto, harto de todo el asunto”.

Sin embargo, ya educado en los misterios, observó que “…el monumento era por cierto una representación adecuada para su meta analítica; tiene la forma de un falo erecto; y que en Baltimore, quizás a causa de esto (?), el parque que lo rodea se ha convertido en un punto de reunión para homosexuales y prostitutas”.

Monumento a Washington en la Plaza Mount Vernon, Baltimore.

“Mac empezó a tener intensas resistencias. La transferencia negativa, latente hasta ahora, se revelaba en su silencio, sus modales ásperos hacia mí y su rudeza”.

Luego de una serie de asociaciones típica que va desde “dejar escapar” hasta revelar los secretos del Partido Comunista (pasando por orinar y eyacular), se llega a la conclusión obvia:
Eyacular era equivalente a denunciar al Partido Comunista, y por eso el paciente era impotente (aunque no eyacular no es la definición de la impotencia, no importa). No sabemos a qué venían, ante este portentoso descubrimiento, los episodios de la infancia. Suponemos que es una suerte de peaje freudiano que no pueden evitar.

El paciente, explica:
“En realidad quiero revelar esos secretos, pero no puedo hacerlo con la boca. Entonces los dejo salir por el pene (?). (…) Porque en alguna parte eso está ligado con el Partido como el semen está ligado con los secretos”.

La ayuda del terapeuta no se hace esperar, y supone que hay una equiparación entre el Partido Comunista y la abuela del paciente…

Aparentemente, y si creemos en el Autor, el paciente habría vuelto a recobrar su potencia, pero esto de ninguna manera implicaba el fin del tratamiento. Era opinión de Lindner que debían seguir indagando; sobre la sexualidad infantil, su abuela, y por supuesto, su  miembro:
“…ese pene y su comportamiento afectaban a Ma (…) se convirtió en un arma, un instrumento de venganza, y en su vida de fantasía lo consideraba –sin saberlo, por supuesto- como un verdadero arsenal de destrucción”.

Mac llegó a tener miedo de su pene, de las posibilidades destructivas que él sólo él le había otorgado”.

Por si el trabajo de sumisión mental del paciente no es suficientemente claro, atiéndase a esta frase:
“De niño pensaba que su abuelo era Dios, por todo lo que sabía; a veces se sorprende pensando lo mismo de mí [su analista]…”

Aparentemente, el odio a su abuela lo había hecho comunista. El Partido Comunista, nos explica su terapeuta, le permitía ser agresivo y al mismo tiempo controlar su agresión. “El Partido era la neurosis de Mac” y, más adelante, un Síntoma

Pero, ¿por qué habría otros miembros –no muchos, por cierto- en ese malvado Partido? ¿Tenían todos una misma abuela? Más adelante el Partido se convierte en su ama de leche de la infancia…
Al entender estas profundas verdades, casi huelga decir que Mac abandonó el Partido –o a su abuela-  después de terminar la terapia.


II-Canciones que me enseñó mi madre. La historia de Charles.

Paciente: Un huérfano, abandonado, desempleado, violador y asesino amateur que habitaba el hospital de la prisión.
Diagnóstico: Psicótico esquizofrénico. 

Este paciente psiquiátrico-penitenciario, convicto por asesinar a una mujer de un martillazo y 69 puñaladas con un punzón era, sin embargo, muy aburrido:
“Ya he dicho que empecé a pensar en Charles y en su personalidad en términos bidimensionales”.

Tan tedioso era, que Lindner contempló emplear narcoanálisis o hipnosis -pero los descartó porque intuía que sería un error, además de no ser una “técnica muy ensayada y confiable”- o abandonar la terapia. Por fortuna, algún día vio a este paciente psiquiátrico jugando, y tuvo la revelación de que podía acceder a su inconsciente mediante el juego. 

Así, Lindner vuelve convenientemente provisto de “muñecos, escopetas, autos en miniatura, muebles, animales, pinturas, plastilina” y otros juguetes para comenzar nuestra historia.
Inmediata, previsiblemente,  se revelarían sus sentimientos ambiguos hacia su madre. Ante una frase casual del paciente, nuestro Autor exulta:
“…había dado con un psicodinamismo importante, no sólo en su caso sino también en otros; una causa básica de la delincuencia y el trastorno mental”.

Y era esto:
Rechazado, sea realmente o por actitudes paternas de abandono, egoísmo, miedo o ansiedad; o, por otra parte, aprensivamente retenido por padres hambrientos de afecto, el yo infantil no alcanza nunca la identidad independiente, o ese emergente sentido de sí necesario para la madurez individual y social”.

Lindner pone una cosa y su contraria, como causa de otra, y por otra parte llega a una conclusión estrafalaria: ¿acaso los niños de padres moderados (ni aprensivos ni desaprensivos) son niños “maduros”? ¿Por qué lo sorprende tanto que el paciente dijese algo que él ya había pensado de antemano?
Para el caso particular nos dice que Charles, nuestro loco, no tenía yo, y era como una “criatura, no una persona” (?). En conclusión,  la esquizofrenia resultaría de un problema de crianza.


Algo que veremos en varios casos, a través de varios analistas, es su arbitraria elección al momento de entender o no entender las frases hechas y el lenguaje figurativo, ya sea de modo literal o no. Por ejemplo:

Paciente: “¡Diablos, usted me enferma, igual que mi madre!“.

Lindner nos explica que no puede saber por qué tomó esas palabras en sentido literal –“conveniencia teórica” no acudió a su mente como respuesta- pero introduce aquí algo que nunca se dice del todo en Psicoanálisis, por razones obvias:
El único instrumento con el que trabaja el analista es su propio inconsciente. A través de éste comprende el inconsciente de su paciente”.

Y sigue:
“… el analista, cuando está funcionando bien, está como armonizado, sintonizado con el inconsciente de su paciente, y el suyo propio”.

No es que esta idea aberrante, al borde de lo paranormal, esté ausente en Freud. Por ejemplo, en “Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico”, de 1912:

“Uno debe alejar cualquier injerencia consciente sobre su capacidad de fijarse, y abandonarse por entero a sus ‘memorias inconscientes’".

En su artículo para enciclopedia titulado “Psicoanálisis”, de 1923:

“La experiencia mostró pronto que la conducta más adecuada para el médico que debía realizar el análisis era que él mismo se entregase, con una atención parejamente flotante, a su propia actividad mental inconsciente, evitase en lo posible la reflexión y la formación de expectativas conscientes, y no pretendiese fijar particularmente en su memoria nada de lo escuchado; así capturaría lo inconsciente del paciente con su propio inconsciente”.

Y una que preferimos es la mención del poder del inconsciente telepático en Sueño y ocultismo”, de 1932 (hay varios ejemplos más de esta comunicación “de inconsciente a inconsciente” en el texto, y no excluye la accidentología o las profecías):

Entonces durante la noche lo alcanza el mensaje telepático de que su hija ha dado a luz mellizos”.

O esta, que contempla hormigas telépatas:

 “Me gustaría señalar que mediante la intercalación de lo inconsciente entre lo físico y lo hasta entonces llamado ‘psíquico’, el psicoanálisis nos preparó para la hipótesis de procesos del tipo de la telepatía. Con sólo habituarse a la idea de la telepatía, uno puede llegar a toda clase de cosas -aunque provisionalmente sólo en la fantasía, por cierto- Como es sabido, no se conoce el modo en que se establece la voluntad del conjunto en los grandes Estados de insectos. Es posible que ocurra por la vía de esa trasferencia psíquica directa”.

 
O el caso de Lacan, cuyos acólitos proponían como explicación de su genialidad –eufemismo por oscuridad y arbitrariedad-, el hecho de que sus textos los escribiera su inconsciente, a modo de críptico Espíritu Santo del Psicoanálisis.
Buekens da algunos ejemplos en su artículo incluido en el “Libro Negro del Psicoanálisis”, “Por qué Lacan es tan oscuro”:

Sarup, por ejemplo, afirma:

El inconsciente se hace no solamente el objeto de estudio, sino, en sentido gramatical, el sujeto, el locutor del discurso”.

Gurewich, apela al inconsciente también para leer a Lacan:

El descifrado de sus arduos escritos requiere no solamente de esfuerzos intelectuales, sino igualmente de procesos inconscientes”.

Y esta sería la versión moderna y urbana de la obnubilación sibilina, el trance místico, la intoxicación de los chamanes y los mareos de los derviches giratorios


A pesar de esta comunión mágica, el paciente no parecía especialmente feliz:
“Mi consultorio se convirtió en un matadero mientras volcaba jarros, derramaba pintura, rompía muñecos, encendía fuegos y destruía juguetes por ‘accidente’. Y en cuanto a mí, llovían sobre mi cabeza torrentes de insultos”.

Por fortuna, una interesante cita del Dr. Suttie (probablemente Ian Dishart Suttie) nos lo explica:
El papel del terapeuta (…) es mucho más el de víctima de sacrificio sobre quien se elabora todo odio, ansiedad y desconfianza”.

Una vez más, tenemos victimización y propaganda.

Así, se establece una relación muy extraña entre paciente y analista, en la que ambos se observan, se condicionan, y se perturban.
Lindner, que debía recorrer el lugar repartiendo medicamentos, confía la caja a su paciente –algo vedado por las autoridades- para que este no interpretase su negativa como “contra-agresión”. Luego le permite jugar con ella, a pesar de que el paciente parece tener una obsesión con la caja. En la próxima sesión nuestro Autor llevará la caja al consultorio, no sin antes vaciarla de medicamentos y llenarla con objetos que pudieran “movilizar alguna cadena asociativa”. Entre ellos, una pistola en miniatura, una muñeca y -¿por qué no?- un cuchillo

La charla continúa y Lindner sigue creyendo las historias de su paciente, hasta llegar a un episodio sórdido que involucra, inevitablemente, a la madre y al sexo. Insiste una vez más en que la enfermedad se debe a su infancia desdichada, e incluso explica el crimen: Charles, al matar y violar a esa muchacha, estaba violando y matando a su madre.

El fin del tratamiento se precipitó luego de que el bueno de Charles, a pesar de las interpretaciones brillantes (o quizá por ellas)  intentara de todos modos asesinar al Autor, estrangulándolo. Posteriormente, Charles fue trasladado a un Hospicio para Criminales Insanos…



Lindner no parece notar que ninguno de sus “insights” lograron curar a su fallido asesino.


III. Solitaria. La historia de Laura.

Paciente: Una empleada un poco asocial.
Diagnóstico: Posible bulimia.


Básicamente, la paciente parece tener algún tipo de compulsión o un desorden alimenticio. Según su relato, sólo comía sin cesar, durante horas, hasta perder la conciencia o las fuerzas, y luego dormía durante dos o tres días.
La historia inicia con la descripción de la paciente, que dice a su analista:

“Míreme, hijo de puta”.

“Ahora ve de qué le estuve hablando todo este tiempo, mientras Usted estaba sentado ahí atrás sin hacer nada, sin decir nada. Ni siquiera escuchándome, cuando yo le rogaba  le rogaba que me ayudara. ¡Míreme!”.

Lindner confiesa no tener mucha idea sobre la bulimia. Incluso cuenta como “uno de los incidentes más divertidos” de su carrera la anécdota de un presidiario que le preguntó sobre los peligros de comer tomates sobre hojas de afeitar, a lo que él respondió que “dependía de si las hojas de afeitar eran usadas o nuevas”. Días después el paciente estaba en la enfermería, con varias hojas de afeitar en el estómago. Lindner tampoco sabía nada sobre la Pica.

Pasada una mejoría temporal, los mentados ataques de la paciente aumentaron, y su depresión fue más asidua e intensa. Pero no importa, porque Lindner…

Sabía -y Laura también- que su terapia había iniciado sutiles procesos, y que estos estaban avanzando lenta, pero secretamente, contra sus neurosis”.

Recuerde el Lector que esto nos lo dice el analista que hace unos párrafos era estrangulado por uno de sus pacientes.

Como esto de empeorar cada vez más suena bastante mal, Lindner nos lo explica, ad verecundiam mediante:
“Este es un lugar común del tratamiento, conocido sólo por los que han pasado por la experiencia del psicoanálisis y los que practican este arte (sic). Externamente, todo parece igual que antes del tratamiento, a menudo bastante peor, pero en el trasfondo mental, invisible para el observador e inaccesible a la más cuidadosa investigación, la subestructura de la personalidad está siendo afectada”.

Y sigue:
Si los críticos del psicoanálisis entendieran esto (o mejor aún, los amigos y parientes de los analizados que, como es comprensible, se quejan de falta de progresos evidentes), desaparecerían muchas de las confusiones corrientes sobre el proceso y se haría posible una discusión más racional de los méritos del psicoanálisis como forma de terapia”.

En el decurso de la terapia hay algún que otro consejo, como: si un paciente dice “soñé x cosa, ¿se la cuento?” se le debe prestar especial atención, puesto que “puede presumirse que contiene alguna clave extraordinariamente significativa para la neurosis del paciente. Inconscientemente, el paciente también ‘sabe’ esto…”
También, el uso del “se lo cuento” tiene un significado transparente, pues “…traiciona su reticencia a abandonar un fragmento de su neurosis y las gratificaciones que ha estado recibiendo de ella”.
En otras oportunidades, justamente, la aparente trivialidad que le asigna un paciente a un dicho o relato también se considerará relevante (porque ese desdén es signo de represión), de modo que casi cualquier cosa que diga el paciente es relevante e irrelevante y se le debe y no se le debe prestar atención. En muchas ocasiones, el Psicoanálisis parece absurdamente fácil; en otras, es imposible; como es imposible que la lanza que penetra a cualquier escudo exista junto a un escudo impenetrable.

Los pacientes aprenden rápido. Al contar un sueño en el que había dos mujeres, la paciente y otra, y esta última era revisada por un médico sobre una camilla, el analista insiste:
“¿Por qué estaría revisándola a ella? ¿Qué significaría eso?”.

Y la paciente colabora, como un perro o una paloma:
Sexo. Coito, eso es lo que significa. (…) El coito puso a mi madre en una silla de ruedas. La paralizó. Y yo tengo miedo que eso es lo que me va a hacer a mí. Entonces lo evito…”

El analista explica entonces que esta idea surgió en Laura “mucho antes de que pudiera pensar por sí misma. Surgió de sensaciones de terror cuando se despertaba durante la noche, arrancada del sueño por los misteriosos ruidos que sus padres hacían en su pasión…”.

Por supuesto, el paciente ignoraba todo esto y recibió con sorpresa estas revelaciones.

Pero la transferencia negativa siempre amenaza destruirlo todo: La paciente asiste a terapia a veces sólo para comunicar su profundo odio y desprecio por el analista.

En sus ratos libres, la máquina interpretativa no cesa de trabajar, y el Autor se escruta a sí mismo:
“¿Me había vuelto especialmente susceptible al tema de mi incesante fumar? ¿A mi tos? ¿Mi responsabilidad por los pacientes? ¿Mi aspecto? ¿O era que, como sospeché entonces y ahora estoy seguro, había decidido provocar un cambio de dirección en el análisis de Laura, pero había sufrido la tentación de violar el ritmo del tratamiento ante ese despliegue inesperado de fatuidad que se había vuelto su defensa principal?”.

Cuando la paciente intenta suicidarse abriéndose las venas, la sesión pasa a la habitación del hospital. Desde luego, su suicidio tenía una interpretación que involucraba a los padres. Hasta ese momento  no se había hecho ningún progreso, según indica el terapeuta, pero era cuestión de seguir…

Llamado en medio de una fiesta, Lindner decide ir a casa de la paciente, porque “…el psicoanálisis es un arte vital que requiere más de quienes lo practican que la actividad inteligente de sus cerebros”.

Al llegar, nuestro héroe descubre a la paciente en medio de un ataque de comida, sucia, y con una almohada atada al vientre:
Paciente: “El be… bé de Laura. Mire”.

Las explicaciones no se hacen esperar: Laura comía para estar embarazada…

Luego de esta inquietante escena, las sesiones continúan hasta un lapsus:
“Tengo que Mike (por “make”:hacer) un nuevo bebé cada… ¡Dios mio! ¿Oyó lo que acabo de decir?”.

Por supuesto que lo oyó:
Mike era el nombre de su padre, y era un bebé de él lo que ella quería. Laura estaba hambrienta de esta realización imposible. Y ahora su hambre insaciable desapareció…”




Freud estaría orgulloso.


IV. Juguete del destino. La historia de Anton.

Paciente: agitador nazi profesional y presidiario.
Diagnóstico: ataques de ansiedad, posible simulación.

 
Anton era un fascista antisemita que terminó en la cárcel. Lindner, hacía lo posible por irritarlo con fines terapéuticos y por gusto:
“…Debo admitirlo, tenía conciencia de mi propia hostilidad hacia él, estaba consciente de la secreta satisfacción que me proporcionaba tenerlo, a él, fascista y antisemita declarado, en este tipo de relación, sujeto a una autoridad, ante mí, un judío.

Es notable que algunos analistas –especialmente los lacanianos- se pregunten sobre su posición, o sobre su deseo de analista, como si lo más importante e interesante de la clínica fuese su propia mente.

Lindner sigue:
“Continué hasta que estuve seguro de que estaba realmente irritado…”

Según su informe se trataba de “una personalidad psicopática, con tendencias paranoides, agresivas y antisociales.”

Ya instalado, Anton empieza a padecer lo que parecen ataques de ansiedad que Lindner decide tratar, como castigo:
“…puede haber un poco de sadismo en mi ‘altruismo’, ya que creo que yo alimentaba una ligera y no demasiada inconsciente esperanza de que el proceso de psicoterapia fuera doloroso para él”.

Anton, de niño, tenía un amigo imaginario llamado Fritzy, a quien dominaba. También se entretenía con fantasías destructivas; una de ellas, consistía en figurarse un poderoso señor oriental que, a bordo de su elefante, hacía que éste aplastara los cráneos de sus enemigos –padres, maestros, colegas, etc.
Según Lindner estas fantasías “establecieron la pauta de la vida sexual de Anton, de la brutal agresividad con que satisfacía sus deseos sexuales y la imposición sádica de su voluntad sobre otros”.

Anton no podía ser hipnotizado, pero esto también halla su explicación, ya sea por la “resistencia a curarse”, “inclinaciones homosexuales”, “formaciones reactivas u otras defensas contra la dependencia”, “distractibilidad”, “bajo umbral de excitación nerviosa”, o, en este caso particular, “miedo a la muerte”.

Como era de esperarse, la hostilidad entre ambos crecía y los ataques del paciente se intensificaban, pero eran explicados:
“…tenían doble significado: eran a la vez expresión de los impulsos asesinos con que Anton había estado cargado desde los días más tempranos de su infancia, y del castigo por la realización en la fantasía de sus malignas intenciones”.

Además de tener ocultos temores a la homosexualidad, y amar y odiar a su padre al mismo tiempo, el paciente era bisexual, pues no había “sobrepasado nunca el estadio fálico del desarrollo psíquico”.
Las explicaciones oscilan desde Anton al universo, sin transición:
“Y este era el esquema de su vida sexual: un molde de la vida sexual de todo psicópata, una consecuencia del trastocado desarrollo y su cesación literal (…) en el estadio fálico, antes de que  el conflicto edípico haya sido resuelto”.

Con una muy mala elección de verbos, Lindner continúa:
“…luego de que la terapia hubiera penetrado en la homosexualidad y desnudado el núcleo sexual de este estado psicopático, sólo requirió un breve paso para traer a primer plano el factor que subyace en el centro mismo de la personalidad del psicópata (…) el carácter especialmente incestuoso de su relación con la madre”.

Veamos otro ejemplo:
“Justificadamente puede argüirse que algo de incesto interviene en la relación de todo niño pequeño con su madre. Este hecho es esencial en el conflicto edípico, y como tal, forma un dinamismo de toda neurosis, como también de los desarrollos que sobrepasan la neurosis…”.

“La razón, enunciada en forma tan simple como es posible, es que las madres de los psicópatas, consciente o inconscientemente, seducen a sus hijos. Sus seducciones no son reales en el sentido de un acto realizado con ellos o sobre ellos, pero sin embargo se comportan de una manera sexualmente seductora con el hijo, y así fomentan sentimientos incestuosos. Estas madres consideran a su hijo como un amante, y a todos sus actos en relación con él les imparten una aureola de sexualidad”.

Como las explicaciones ad hoc nunca son suficientes, Lindner explica también esta improbable conducta de las madres, a sus maridos y, si lo dejáramos, probablemente se remontaría de generación en generación hasta llevar sus afirmaciones hasta los tripulantes del Arca de Noé:
“…las madres de los psicópatas generalmente no reciben satisfacción de sus maridos –que generalmente son fuertes, brutales, agresivos y dominantes- y están por tanto hambrientas de afecto.”

Parte de esta idea sobre el incesto y la psicopatía viene de la “experiencia” del Autor, que cuenta que el insulto que “refiere a las relaciones sexuales entre madre e hijo” [motherfucker, acaso], era a la vez “el más peligroso y el más frecuente en labios de psicópatas”. 

Con tales confirmaciones de anecdotario es claro que “La investigación pronto develó que el poder de esta invectiva yacía en que tocaba una cuerda de los psicópatas en particular, que en el caso de ellos era verdad…”.

“La confirmación de este hallazgo vino de muchas fuentes. Recuerdo en especial una interesante carta del eminente psiquiatra Karl Menninger informando de un reciente caso similar. También la oportunidad que he tenido de analizar madres de psicópatas reafirma más allá de toda duda la afirmación de que son inconscientes seductoras de sus hijos”.

Una “interesante carta” de Menninger y la experiencia personal de Lindner bastan para culpar a los padres de la psicopatía (como también hicieron con el autismo, el TOC y la esquizofrenia). No hace falta más.

Esté atento el Lector –psicópata o no- ya que se describirá la forma en que las madres intentan seducirnos:
“Sus caricias eran como para inflamar su pasión, y sus tormentas de amor eran de tipo inequívoco (…) Anton se dio cuenta de que la principal razón que había tenido para escapar de su casa era ponerse más allá del alcance de la tentación, esa misma tentación por la que Edipo perdió los ojos y Hamlet la vida)”.

Hay tanto en tan pocas palabras. (a) La seducción es aquí un conjunto vago de recursos retóricos. (b) El padre de Anton era un carnicero pobre, borracho y violento, y su madre estaba postrada en la cama (parecen razones suficientes para irse de casa). (c) Ni Edipo ni Hamlet tuvieron tentaciones incestuosas, pues Edipo no sabía que se casaba con su madre, y Hamlet, en toda la obra, no tiene ninguna intención de matar a su padre –actividad, por lo menos, redundante estando ya muerto- o de acostarse con su madre (este Hamlet deformado y edípico se debe a Freud, cuya taimada interpretación de todo no omitía la literatura).

A través de este caso, Lindner se jacta:
“Conseguimos una explicación de la formación del psicópata y el patrón de la mentalidad de una clase entera de la humanidad”.

De allí en más, era cuestión de dejar caer las piezas en cada concepto psicoanalítico:

“El miedo a la muerte era miedo a la castración”.
“Su madre lo seducía”.
“Se identificaba con el padre y la madre al mismo tiempo, aunque ambas figuras eran antagónicas”.
“Era homosexual y quería matar a su padre”.

Y Lamarckismo rebuscado:
“A causa de su identificación inconsciente con su padre, tanto como del residuo en él (como en todos nosotros) del antiguo principio del Talión, matar a su padre significaba su propia muerte”.

La conclusión es que el fascismo le permitía odiar, identificarse con el carácter despótico de su padre, y ocultar su homosexualidad. Lindner lo declara curado –de la psicopatía.

El paciente fue transferido al ejército de los Estados Unidos –institución que aparentemente no estaba vinculada al odio o al uso de la fuerza- y murió discretamente en la Campaña de Filipinas.


V. El diván de propulsión a chorro. La historia de Kirk.

Paciente: Supuesto científico loco trabajando en un hipotético proyecto misterioso en una desconocida instalación secreta del Gobierno.
Diagnóstico: Posible esquizofrenia.


 “Todo lo que le puedo decir es que está perfectamente normal en todo, excepto por algunas ideas disparatadas de que vive en otro mundo, en otro planeta”.

Este fue el diagnóstico de un funcionario sobre Kirk Allen, el pseudónimo de nuestro paciente. El caso es mencionado incluso en “El mundo y sus demonios” de Sagan.
Es difícil saber hasta qué punto todo el relato es un conjunto de mentiras, ya del paciente, ya del analista o de ambos. Los supuestos hechos indican que el paciente nació en Hawái, país  de costumbres sexuales muy libres (?) donde tuvo dos niñeras, una estricta y otra que lo sedujo. De leer muchos libros de ciencia ficción, le ocurrió lo que al Quijote y terminó por creerlos. 

Su  vida estaba dividida entre su trabajo secreto, y sus aventuras como Emperador del Espacio en el futuro. Escribía millares de páginas detallando planetas, civilizaciones, y otras cuestiones para el “Instituto Intergaláctico”; sus registros alcanzaban unas 15.000 páginas, con 82 mapas a color, 161 croquis de arquitectura, notas, genealogías, dibujos, su propia biografía, etc. Lamentablemente no incluía fotos.

Algunos títulos eran: “La geología de Srom Olma I”, “El especial desarrollo cerebral de los cristópedos de Srom Nobra X” y otros menos vistosos como “Procesos fabriles y química del teñido”.

Por supuesto, Lindner interpretó todo esto a la luz de ese episodio de seducción, que innegablemente se vinculaba al incesto, y añadió sus propios desvaríos a los del paciente:
Es sabido que los mapas, croquis, planos arquitectónicos y material similar a menudo tienen la significación inconsciente de la forma humana, especialmente de curiosidad o confusión sobre detalles sexuales”. 

Estas notables revelaciones no provocaron gran mejora en el paciente, pero Lindner se resistía a abandonarlo (en 1945, las opciones no eran muchas ni agradables). Inexplicablemente, optó por sumarse al delirio, aduciendo ejemplos ilustres como el de John N. Rosen. Rosen fue un famoso, aclamado psiquiatra psicoanalista que prácticamente pretendía sacarle la locura a golpes a los pacientes, hasta que perdió su licencia en 1983 acusado de 67 violaciones del Acta de Prácticas Médicas de Pennsylvania y 35 violaciones de la Junta de Educación Médica del Estado, sin contar la muerte a golpes de Claudia Ehrmann, a manos de sus asistentes en 1981. Casi totalmente olvidado en la actualidad, el relato de sus aventuras puede buscarse en:

Masson, “Juicio a la psicoterapia”:

Dolnick, “La locura en el diván”:

Y Balbuena-Rivera, “Rosen, un pionero controvertido en el abordaje psicoanalítico de la psicosis”:

La idea era que al repetir el delirio del paciente este se “proyectaba”, y aquél era forzado a volverse cuerdo, por un mecanismo tan obvio que ni siquiera intentaron explicarlo, nunca.

“Durante días y días, utilizando todo minuto libre, estudié el voluminoso material que Kirk me había dado, hasta que lo conocí tan bien que el más insignificante detalle estaba grabado en mi memoria“.

Pasado cierto tiempo la inmersión de Lindner aumentaba. Pasaba gradualmente de buscar errores en los registros para confrontar al paciente, a buscarlos porque sí, para corregirlos:
“Esas fallas provocaban ansiedad en mí, me incomodaban a mí, y creaban síntomas moderadamente perturbadores que sólo podían aliviarse cuando se hacía la corrección”.

“Pronto me encontré dedicando tiempo libre a cálculos y especulaciones destinadas a ‘resolver’ lo que me confundía o molestaba. Cuando conseguía la solución, el alivio que me proporcionaba era intenso. No menos intenso que el placer que obtenía de las generosas congratulaciones de Kirk cuando le presentaba la explicación como un triunfo de mi ingenio. A menudo (…) encontraba ‘necesario’ que él obtuviera la información requerida, ‘viajando’ al lugar en que podría descubrírsela. (…) yo ordenaba a Kirk hacer estas excursiones a la fantasía, luego me descubría esperando su ‘regreso’ con extraordinaria impaciencia”.

 
Y es comprensible: después de todo, el Instituto Intergaláctico necesitaba esos datos…
 
El Autor aclara que él no estaba psicótico, aunque confiesa que fue empeorando hasta la obsesión. Desde luego, su paciente tampoco mejoraba considerablemente hasta que de improviso lo abandonó todo y confesó su simulación.
“-Entonces, ¿por qué -pregunte- por qué fingía? ¿Por qué seguía contándome…”.
Paciente: “Porque sentía que usted quería que lo hiciera”.

Dejaremos el final, que lo será también de esta nota, a cargo del Autor:
“Pasaron muchos años desde la última vez que vi a Kirk Allen, pero pienso a menudo en él y en los días en que errábamos juntos por las galaxias. Me acuerdo especialmente de Kirk en las noches de verano de Long Island, cuando el cielo de Peconic Bay está iluminado por rutilantes estrellas. Y a veces, cuando lo contemplo, me sonrío para mí mismo y murmuro:

“¿Qué tal les va a los cristópedos?”.

2 comentarios:

  1. Pablo Capanna postula, en el libro El Señor de la Tarde, que la historia de "Kirk" es la terapia, cambiada para proteger al paciente, de Paul Linebarger, conocido también por su pseudónimo de autor de ciencia ficción, Cordwainer Smith.

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  2. Es verdad, es una de las conjeturas propuestas:
    https://en.wikipedia.org/wiki/Kirk_Allen
    Pero a la fecha parece que no se sabe la identidad del paciente, si es que hubo alguno.

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